DE UTOLANDIA A REALITRÓPOLIS. EPISODIO 2: PUNTADAS CON HILO
EPISODIO 2: PUNTADAS CON HILO
Noviembre 29, 2023
“Regala
un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás
para el resto de su vida”
Proverbio chino
Antonio
era pescador. De niño siempre soño ser propietario de una gran
flota de buques pesqueros. Un sueño ambicioso para el lugar donde había nacido,
el pequeño pueblo litoraleño de Estero de Pintos, o como le decían los
lugareños, simplemente, Pintos, ubicado al sureste del distrito 3° de Realitrópolis. Un lugar muy pintoresco con sus casas palafíticas de madera pintadas con multiples colores, con sauces a la vera del río que acarician las aguas con sus hojas extremas.
Su
padre, contador de profesión, no vio futuro en los sueños de su hijo y nunca lo
apoyó ni acompañó en sus decisiones. Por su parte su madre no entendía
absolutamente nada de pesca, pero confiaba en la pasión de su hijo, por lo que
Antonio a menudo encontraba reparo en su madre.
Antonio
creció y descubrió que no había una carrera para convertirse en un pescador
profesional, y que en lugar de un título, el mejor certificado que acredite sus logros sería el triste brillo de algún trofeo plástico, ganado en algún
torneo de pesca con devolución, con el que los menos ambiciosos se conformaban.
Supo por entonces que ese no era el camino y se acercó a los viejos canoeros de
río que conocían los secretos del oficio. Trabajó con uno y otro preparándose
durante siete años hasta que finalmente se había convertido en un muchacho
responsable, habilidoso y bien formado en el arte de la pesca.
Decidió
entonces que era tiempo de largarse por su cuenta, así que con los ahorros que
juntó con el trabajo de los años, pudo comprar una gran caña de pesca con un
enorme reel y una canoa con motor fuera de borda de 20HP. Estaba tan
desmerecida la pobre, que cuando hubo de ponerle un nombre, no se le ocurrió
otro que “La Bicha”, nombre que supo pintar a mano alzada a ambos lados con un
pincel y pintura roja sobre el blanco mohoso que alguna vez estuvo reluciente. Todo aquello eran equipos usados, pero en buenas
condiciones, puesto que se los compró a Don Pedro, pescador experimentado que
decidió retirarse y dar lugar a emprendedores más jóvenes cuando el recambio generacional golpeó a su puerta.
Lo
siguiente que compró, por consejo del mismo Pedro, fue un freezer para poder
conservar las existencias de pescados, sin verse en la necesidad de vender a
bajo precio, antes de que el pescado se descomponga. Luego alquiló una pequeña
cabaña de madera, humilde pero acogedora donde vivía en soledad en la parte más
alta del pueblo, cerca de la casa de sus padres. La soledad no le pesaba, siempre fue más bien un tipo solitario, sin que esto afectara sus realciones sociales con familia, amigos y vecinos.
Cada
mañana se levantaba e iba a trabajar construyendo su futuro. En el muelle
desenredaba espineles y preparaba señuelos para el dorado, con sus manos
grandes de dedos regordetes y callosos. Generalmente en silencio, emitiendo algún
que otro sonido rasposo cuando hacía fuerza o hablándole a su canoa como si
fuera una persona que lo escuchara y le respondiera. No faltaba algún atrevido que hacia gracias de sus monólogos con "La Bicha". Y es que “La Bicha”, era
más que una canoa, era casi una mascota para Antonio. Atracada en el muelle,
calaba hondo en las aguas del río, cuando el pesado cuerpo de Antonio se subía
cuidadosamente, como montando un bagual sin amansar. En varias oportunidades casi lo tira, pero una vez apaciguada le palmeaba el lateral como si de un zaino bravo se tratara.
Cuando
con un piolazo arrancaban los 20 caballos de “La Bicha”, resultaba gracioso ver
como se ajustaba su gorrito pescador para que no se volara en el viento,
estrangulando su papada y hundiéndose la tirita en su barba.
A los pocos días de comenzar con su emprendimiento encontró en uno de los muelles del pueblo a una joven harapienta y desnutrida. La joven estaba muy delgada. Impresionaba lo delgado de sus muñecas y lo fino de su piel, de la que traslucían sus venas casi azules.
Antonio
siempre fue un tipo de buen corazón y no reparó en acercarse a la joven para
ayudarla. Ella se presentó como Mariana, y ante el generoso ofrecimiento de
auxilio de Antonio le pidió comida. Antonio no sólo le ofreció comida, le
propuso que fueran a su casa, donde podría darse un baño y comer un rico chupín
de pescado caliente. Mariana accedió y juntos se fueron a su casa. Mientras
Mariana se bañaba, Antonio corrió dos cuadras hasta la casa de sus padres, y
sin dar grandes explicaciones, le pidió a su madre algo de ropa. Ambas tenías estatura y siluetas similares.
Para
cuando Antonio volvió Mariana aún no había salido del baño. Agitado por el
trote, colocó la ropa sobre la cama de la habitación. Golpeó la puerta del baño
y le dijo a Mariana que le dejaba ropa limpia en ese lugar. Mariana dio las
gracias. A los pocos minutos salió del baño envuelta en la toalla y se dirigió pseudo
avergonzada a la habitación, donde encontró la ropa doblada y perfumada sobre la
cama. A todo esto, Antonio ya estaba cocinando el chupín y el olor era
delicioso.
Mariana apareció en la cocina luciendo la ropa de la madre de Antonio, y se veía preciosa. La madre le había entregado un hermoso vestido floreado que, en la silueta de Mariana quedaba perfectamente entallado en su cintura, realzando sus virtudes. Agregó Antonio además un dije con una pequeña libélula de alpaca que un par de semanas atrás compró a un artesano foráneo a modo de colaboración. Todo ello amalgamado en tan excelsa figura no podía menos que ser un coctel explosivo para cualquier hombre de ley.
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Antonio
no pudo ocultar su sorpresa. Aquella chica antes harapienta lo deslumbró. Mariana
preguntó si podía poner música, y casi en un abuso de confianza se acercó a
Antonio, puso una mano sobre su hombro y le preguntó si podía quedarse a
dormir, en un comportamiento casi victimista, diciéndole que no tenía dónde ir
aquella noche. Antonio no lo dudó, estaba embelesado.
Aquella
noche cenaron juntos y hablaron largo rato. Mariana le comentó algo sobre su
pasado. Le dijo que se había marchado de la casa de sus padres hacía años,
porque la relación con ellos se había vuelto insostenible. Había nacido y se
había criado en una gran ciudad, de la que se fue para alejarse de sus padres.
Por otro lado, le contó que había llegado a Pintos ya que recientemente había
terminado una relación con su novio, al que quería mucho pero que era un
estúpido, que prefería salir con amigos antes que estar con ella, un idiota que
le había roto el corazón.
Continuó
su relato para finalmente acercarse a Antonio y susurrarle al oído – “Pero vos
no me vas a hacer lo mismo”. Antonio giró su cabeza y sus rostros se
enfrentaron. Sus narices se tocaron y Mariana avanzó sobre él besándolo
suavemente, en un beso apasionado que encendió la noche. Aquella noche hicieron
el amor, de mil y una manera. Pasaron del comedor a la cama y, como dijo Charly
García… de la cama al living.
Así
comenzó la historia de Antonio y Mariana, quien llegó para quedarse.
A
la mañana siguiente, Antonio se levantó temprano para comenzar la jornada
laboral. Mariana se despertó cuando Antonio lo hizo, pero fingió estar dormida.
Antonio le besó la frente, se vistió y se fue a trabajar.
Así
fue la historia durante las siguientes dos semanas. Antonio estaba enamorado y
creyó oportuno presentar a Mariana a sus padres. Aquella noche de sábado
formalizaron la relación en familia con una cena en casa de sus padres. Mariana
con modales sumamente elegantes y mesurados supo conquistar la confianza del
padre, sin embargo, la madre se mantuvo escéptica. Aun así, no emitió comentario, no sería capaz de
destruir la ilusión de su hijo.
Con el tiempo, Antonio comenzó a trabajar muy bien, la pesca era buena y el freezer estaba lleno de mercadería. Por su parte Mariana ya no sufría la miseria de antes. Tenía una vivienda digna, agua caliente para bañarse, comida en la mesa, buena vestimenta y, por si fuera poco, paseos gratis por el río en la canoa de Antonio. Los fines de semana Antonio solía llevarla a un lugar secreto del río, que sólo él conocía, donde había un gran banco de arena que les servía de playa privada. Nada podía ser mejor. Antonio pescaba y ella cocinaba y lo esperaba todos los días. Antonio aportaba seguridad económica y protección, mientras que Mariana hacía lo propio con afecto y contención.
Mariana disfrutaba la estabilidad económica y Antonio la estabilidad emocional, aunque lentamente iba percibiendo actitudes de Mariana que no comprendía. Recordaba aquella vez que sin motivo alguno ella impusiera restricciones a las relaciones sexuales sin causa aparente. Por momentos hacía comentarios respecto de uno de los amigos de Antonio y se extendía más de normal en halagos. Antonio no sospechaba infidelidad, y tampoco parecía haberla, pero percibía una triangulación de la relación que en nada era positiva. Pensaba en las consecuencias si él hiciera algo, siquiera parecido, respecto de alguna de las amigas de Mariana, y le resultaba imposible. Siempre a fin de mantener un ambiente agradable en el hogar, se abstenía de hablar y callaba.
El
tiempo siguió transcurriendo, pasaron varios meses y Antonio estaba encantado
con Mariana como el primer día. Recodó entonces aquellas alianzas de oro que
fueron herencia de su abuela y creyó ser buen momento para llevar la relación
al siguiente nivel. Siempre se le hizo difícil sorprender a Mariana, ella
parecía poder predecir cada movimiento y frustrar las sorpresas de Antonio, sin
embargo, aquella noche la sorprendió, o así quiso ella que pasara.
Era
sábado por la noche cuando Antonio la invitó a cenar a la vera del río. Para la
ocasión especial preparó un rico dorado a la pizza. Luego de cenar caminaron a
la luz de la luna. El cielo estaba completamente despejado y el otoño todavía
no hacía sentir su frío. Junto al río se respiraba un microclima precioso,
ni frío ni calor, ni calma ni brisa. Antonio le propuso caminar hacia el viejo
puente de tablas que cruzaban el arroyo de Pintos. Mariana se adelantó y
escuchó el chistido de Antonio desde atrás. Al girar lo encontró de rodillas, con una
cajita de terciopelo rojo entre sus grandes manos, y dentro de ella, brillando a la luz de la luna, dos
alianzas de oro. Mariana quedó estupefacta, o por lo menos eso parecía. Usó
ambas manos para taparse la boca. Antonio entonces preguntó – “Mariana ¿Te
casarías conmigo?” – “Claro que sí” respondió ella. Antonio se puso de pie y se
abrazaron durante unos segundos para finalmente fundirse en un apasionado beso.
La
ceremonia tardó en realizarse por varios motivos, entre ellos que no decidían
donde realizarla. Por otro lado, por parte de Mariana había decenas de
parientes que quería invitar. Finalmente se decidieron por una fiesta simple, en el único restaurante de Estero de Pintos, con los parientes y amigos que de algún modo u otro siempre se acercaron a ellos. Sonó un vals y con el baile de dos almas en la sinfonía del amor eterno sellaron su compromiso.
El
tiempo siguió su curso y Antonio ya no era capaz de dedicarse solo a todas las
actividades. que demandaba su emprendimiento Por la mañana pescar, limpiar los pescados, congelarlos y luego
salir a venderlos. Volvía a la casa agotado y Mariana empezó a notarlo, no
conteniendo su malestar al no ser bien atendida.
Pasó el tiempo, hacía
ya varios años que estaban juntos, la misma cantidad de tiempo que Antonio dejó
de ver a sus amigos, puesto que no quería que Mariana pensara de él lo que
pensaba de su ex novio, es decir, que era un idiota que prefería los amigos a
estar con ella. De a poco se veía a si mismo como el Chango Nieto, cantando “pero esta noche no voy porque, así como estoy, quiero estar contigo”, y se
lamentaba recordando “¡Cuántas farras lindas! ¡Cuántos amigos!”.
A
este tiempo, Mariana había convencido a Antonio que la ayudara con su
emprendimiento. Le dijo que su sueño siempre fue el de tener una tienda de
ropa. Con tal de complacerla, Antonio además de su trabajo, comenzó a invertir
más que dinero, sino también tiempo, trabajo y viajes a fin de que su esposa cumpliera su sueño.
Luego
de otros dos años más, vio tristemente que no era suficiente, sin importar
cuánto diera. Comenzó a notar que la tienda de ropa era una excusa de Mariana
para disponer de un vestuario amplio a bajo costo, veía que no le interesaba abrir los sábados, día en que podía hacer una diferencia económica. Antonio sabía lo que es un
tener un sueño y la pasión que despierta dedicarse a lo que uno ama, y no veía
en Mariana esta virtudes, esa pasión por la tienda. La escuchó contar cientos de veces lo
mucho que había trabajado desde los 15 años, sin embargo, ahora que era
propietaria de su sueño no veía este empeño ni por asomo. Finalmente, dejó
de trabajar los sábados. Luego contrató a una joven para que atendiera el
negocio medio día y a otra para que limpiara la casa.
Lentamente
Antonio se iba apagando, hasta que finalmente se sintió muerto en vida. Ya no
practicaba ninguna actividad. Lentamente olvidó quién
era, qué le gustaba y qué quería en la vida. Se aferraba al trabajo para evitar
pensar, aunque no tenía ahorros por mucho que trabajara, y veía cómo su sueño,
de ser dueño de una flota de buques pesqueros, se escurría en las garras del tiempo. Veía
que sus vecinos, aun trabajando menos, habían progresado más, renovando sus
lanchas, mientras que él seguía con su segunda canoa “La Dorada”, con un motor
de 60HP, que compró entregando la primera “La Bicha” y poniendo un dinero extra,
que supo hacerse en una buena racha de pesca de surubíes. Tristemente tampoco
encontraba una respuesta. Volvía del trabajo tarde y prefería decir a Mariana
que estaba cansado, más no la realidad de que estaba triste, aunque para ser
tristeza se estaba prolongando demasiado tiempo, rozando ya la depresión.
Lentamente Antonio fue cayendo en un pozo profundo en el que no sabía que estaba, porque
ignoraba que existía. De hecho, no pedía ayuda porque ignoraba que estaba en problemas,
simplemente pensaba que así es la vida.
La
disconformidad de Mariana se hacía notar cada vez más. La tienda de ropa no
daba renta, se quejaba constantemente de la empleada y de los clientes y de la joven que hacía la
limpieza doméstica. Antonio no sabía cómo explicarle que para que la tienda
funcionara debía trabajar en ella.
Mariana
comenzó a quejarse cada vez, inclusive su salud se veía debilitada. Tanto es
así que Antonio ya no reparaba en sus agonías. Decía que le molestaba el olor a pescado que traía luego de estar trabajando todo el día. Renegaba del pueblo y su gente que no compraba su ropa. Le molestaba que Antonio se viera
con algún amigo a solas, se molestaba cuando Antonio trabajaba un sábado,
aunque luego compartieran juntos todo el domingo y el fruto de su trabajo.
Hablaba grandezas de su gran ciudad natal, del esplendor de las luces, cuando
en realidad se alejó de ese lugar con palabras similares a las que ahora usaba
para renegar de Pintos.
Fue
así que un domingo de mañana Mariana se levantó de la cama y se dirigió al baño.
Estuvo allí largo rato. Antonio desestimó la situación al principio. Imaginó
que sería otra más de las tantas artimañas de Mariana para llamar la atención.
Siempre sus penas eran las más grandes y sus logros superiores. Tenía una vara
mágica con la cual medir el sufrimiento ajeno para demostrar que el suyo
siempre era mayor, que las desgracias de su familia siempre eran las más
grandes.
“¿Estás
bien? Preguntó Antonio – “No, déjame” respondió Mariana. Finalmente se escuchó
rechinar las bisagras de la puerta del baño. Antonio seguía en la cama dando la
espalda al lado de Mariana. Ella se acercó a la cama y arrojó algo sobre ella.
Antonio se giró, miró a Mariana y luego a la cama. Agarró el objeto blanco y
volvió a mirar a Mariana quien dijo – “Felicidades, vas a ser papá”. Era un
test de embarazo con dos líneas rojas.
Antonio
se vio en ese momento con sentimientos encontrados. Por un lado, siempre soñó
con la posibilidad de ser papá, de ir a pescar con su hijo al río, enseñarle
como encarnar para pescar un pacú, un pejerrey, una boga. Contarle historias con moraleja a
la noche, antes de dormir, enseñarle a andar en bicicleta o armar y remontar un
barrilete. Pero, por otro lado, sintió terror. El miedo lo invadió. Sintió que
era incapaz de cuidar de un hijo. Un profundo sentimiento de escasez atravesó su corazón. No era la primera vez que le sucedía. La primera vez fue cuando decidió trabajar por su cuenta, sentía ser incapaz de valerse por si mismo, la segunda cuando compró la lancha "La Dorada", sentía que no sería capaz pagar el combustible, impuestos y mantenimiento. Ahora la situación era diferente, una vida dependía de él. Un torbellino de emociones recorrió su cuerpo. Sintió que no tenía nada para ofrecerle a su hijo, ni
ensañarle, más que a hacer nudos de amarras. Con qué autoridad moral iba a decirle que debía luchar por sus sueños si él ya había bajado los brazos. Su mente era una coctelera de
ideas y su corazón una estampida de emociones.
Por
su parte, si hasta allí el victimismo de Mariana era grande, difícil es poner
en palabras lo acontecido en los siguientes nueve meses. Antonio acompañó a
Mariana en cada ecografía, sólo estuvo ausente en dos de ellas por cuestiones
de trabajo, motivo suficiente para que Mariana contara a sus “amigas” lo sola
que se sentía y lo abandonada que la tenía Antonio.
Antonio,
que había nacido en el hospital local, se informó con Nélida, la enfermera del
pueblo, respecto de los que se requería para el día del parto. Al hablar de esto
con Mariana, ella le dijo que por ningún motivo tendría un hijo en un hospital.
Quería una clínica privada, con habitación privada, y que la intensión de
Antonio, de tener a su propio hijo en un hospital, era para ella una puñalada,
una traición.
En
resumen, el día llegó. Y Antonio no podía con su emoción. Las ecografías decían
que sería papá de una nena y la esperaba de manera impaciente. Tuvo que
reformular muchas de las creencias y visiones que tenía de él y su hijo, como
la de ellos dos solos, pescando en el río, en su canoa, en silencio. Sin
embargo, reemplazar su visión por la de una hija, no pudo menos que inundarle
el corazón de amor. Nunca se lo había permitido, siempre soñó que sería padre
de un niño, que por fin llegaría un reemplazo al hermano que no tuvo, pero el
sólo hecho de imaginar cruzar una mirada cómplice con una hija, haciendo quizás
alguna travesura, le conmovía al extremo, llenando sus ojos de lágrimas y estremeciendo su corazón.
Estando
en la clínica privada, Mariana comenzó con el trabajo de parto y Antonio estuvo
allí junto con la médica y la obstetra, presente en cada instante. Finalmente,
su querida hija estaba allí, frente a él, llorando desconsoladamente y él solo
atinó a decir – “Esto es magia”. En un pacto previo acordaron con Mariana que de ser nena, ella elegiría el primer nombre y el pondría el segundo. Así fue que Mariana decidió llamar a la niña Azul, mientras que eligió Anya. Amaba ese nombre desde que era niño. Lo había visto pocas veces y le resonaba internamente. Sin mayor justificación, decía que sonaba a nombre "heróico".
Esa
noche, mientras Mariana dormía, escuchó a su hija sollozar. Fue hasta la cuna,
la alzó en brazos y la llevó con él hasta la cama. La acurrucó sobre su pecho y
la cubrió con una manta, y así durmió su hija la primera noche, pegada a su
papá. Antonio tomó la mano de su hija y ella se aferró a su enorme dedo meñique,
para no soltarlo jamás.
Los días pasaron y la dinámica familiar no hizo más que ponerse cada vez más tensa. Antonio seguía trabajando y al llegar a casa quería ver, jugar y estar con su hija. Pero Mariana se había vuelto paranoica. Le decía continuamente que no sabía cuidarla, que no la expusiera al sol, a la brisa, que no estuviera encerrada demasiado tiempo, que abriera la ventana o que la cerrara, que se lavara las manos, que usara el alcohol para desinfectarse. No importa cuánto hiciera Antonio, nuevamente nunca era suficiente.
Aquella
mañana, como siempre Antonio se levantó temprano para ir a trabajar. No había
problema de que pudiera despertar a Mariana porque desde hacía tiempo el dormía en
el sofá del living, mientras que Mariana y Azul lo hacían en la habitación que hasta hacía algunos meses era matrimonial. Luego de preparar un mate, fue a la habitación en cuclillas,
lentamente, aunque era inevitable que, con su gran porte, hiciera crujir las
maderas del piso. Entró en la habitación y vio a su hija durmiendo. La besó y
miró a Mariana. Aunque quería besar su frente, como lo hizo durante años, ya no
podía hacerlo, ella no lo permitiría tampoco.
Ese
día fue intenso. Poco después del mediodía, una sudestada picó el río y se hizo
difícil continuar con la pesca. Volvió a casa temprano aquel día, más que de
costumbre. Abrió la puerta de la cabaña e irónicamente el silencio fue
atronador. Encontró una carta sobre la mesa, una carta de despedida, en la que
Mariana decía a Antonio que estaba cansada, que lo lamentaba pero que ya no
resistía la situación, que volvería a casa de sus padres en aquella gran
ciudad, la distante Utolandia, a hora y media de viaje en coche.
Antonio fue hasta el sofá y se sentó con la nota en las manos, inmutable, intentando procesar la situación. Imposible para él imaginar que lo que se avecinaba. Lo duro que puede ser el sistema, aun cuanto te apartan de tu hija, cuando perdiste a tu compañera, o lo que creías que era, cuando ella se va y quedas en un pueblo sembrado de calumnias y mentiras. Si esto no era suficiente, al poco tiempo le llegó a su casa un oficio del juzgado de aquella gran ciudad, donde se lo demanda por incumplimiento de cuota alimentaria, a pesar de que durante meses llevó hasta aquella gran ciudad, cantidad de provisiones para su hija, que él mismo elaboraba o compraba. Descubrió luego que, para el sistema, de nada sirve si no consta por escrito. Le demandó por ello, un valor que superaba en tres el alquiler de su cabaña, cabaña que, a la vez, no perdió por ser alquilada. Además, el reclamo se hacía extensivo al 50% de su canoa “La Dorada” que supo comprar vendiendo aquella primera canoa, “La Bicha” adquirida antes de conocer a Mariana, y poniendo dinero extra logrado con horas de pesca al sol en verano y en la sudestada de invierno. En su desmesura, le reclamaban el 50% del freezer en el que guardaba los pescados que vendía, a sabiendas de que logró comprarlo con meses de trabajo al lado de Don Pedro, aun antes de conocer a Mariana.
Lo
mismo sucedió con la caña y reel, la misma caña con la que pescó incontable
cantidad de peses que alimentaron y vistieron a Mariana y su emprendimiento.
Ahora Mariana no solo reclamaba los pescados en existencia, sino también la
caña, aunque nunca aprendió a pescar, ni se preocupó por ello.
En
su interior se conjugaban infinidad de sentimientos encontrados. Por un lado,
recordaba a su amiga cómplice de los primeros días, luego su concubina, su
novia, su esposa, la madre de su hija y ahora su ex. Por otro lado, recordaba a
aquella joven que conoció un día en el muelle del pueblo, esa joven mal nutrida
que luego supo deslumbrarlo. Y aunque era poco lo que tenía, pensaba en el
imposible de que Mariana lograra siquiera la mitad de las cosas por sus propios
medios, o con sus ganancias en la tienda de ropa que él construyó con sus manos.
Tienda que, a la vez, no dudó en abandonar, a pesar de que Mariana insistiera
ser su sueño. Todo esto en una vorágine de pensamientos que saltaban como
chispas en su mente y estrujaban su corazón.
Aun así, Antonio resistió y aprendió una gran lección. Seguía siendo generoso con la gente, es algo que llevaba adentro, pero se había vuelto más cuidadoso al compartir lo más valioso que tenía luego de su hija... su tiempo. Así fue que extendió su mano a muchas otras personas, pero se alejaba de ellas cuando percibía, por pequeña que fuera, la falta de gratitud. Él mismo aprendió a perdonar y a agradecer inclusive a Mariana, por haber sido una gran maestra en su vida y por haberlo iluminado con una hermosa hija.
Ya han pasado tres años desde entonces. Cuentan quienes estuvieron con él últimamente, que estaba muy cambiado, se lo veía bien físicamente, además de estar más calmo, inclusive su economía mejoró mucho. La situación lo fortaleció, ya que conoció el verdadero amor en su hija, con quien mantiene un contacto estrecho todos los fines de semana, cuando él viaja horas para visitarla a aquella ciudad lejana. También se los suele ver, de mes en mes, pescando en el río de Estero de Pintos, cuando logra traerla a su casa. Siempre es una alegría para el pueblo cuando Azul lo visita, porque tanto amigos y vecinos esperan con ansias su llegada. Esos risos saltarines, esos cachetes regordetes y esas palabras mal pronunciadas con la que ya logra expresar las más rebuscadas ideas, la picardía de sus travesuras, fueron combustible para el motor de Antonio. Aquí "el hombre encontró su sentido".
Ahora
mismo, desde la costa veo su canoa mecerse en el agua mientras la brisa peina
los rulitos de la niña. Ellos solos sobre “La Dorada”, y atrás el mundo
perdiéndose en el silencio manso del río. El tiempo se detiene. El pesca con su gran
caña con reel; ella pesca con su pequeña caña mojarrera, que Antonio, en su
rudeza de hombre de río, supo decorar tiernamente con un sticker de “Hello Kitty”, que su hija ama. Allí los veo a los dos, sentados uno junto al otro mirando la
boya del mojarrero, mientras la niña se pierde bajo el enorme brazo de su
padre, quien la protege del sol, del viento, del tiempo. Ella parece susurrar
un – “Te amo papi” y el besa su frente al tiempo que responde – “Y yo a ti mi
amor... y yo a ti”.
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