LA VILLA ELISA QUE RECUERDO
LA VILLA ELISA QUE RECUERDO
Por Matías H. Paea
Junio 29, 2025
Los cambios se suscitan a un ritmo exponencial. Soy Matías Hernán Paea, nacido en 1985 en Villa Elisa, por entonces, un pequeño pueblo en el centro-este de la provincia de Entre Ríos.
En estos tiempos de etiquetas, sería parte de lo que algunos llaman “Millennials”, esa generación que nació justo delante de la ola tecnológica, pudiendo aprender a surfearla sin ser aplastados por ella. A la vez soy esa generación que recuerda un Villa Elisa completamente distinto. Somos el fusible, el punto de inflexión entre lo que fue y lo que es. Hasta esta generación, la forma en que nuestros padres se conocieron era la misma en que lo hicieron nuestros abuelos, y nuestros abuelos a la de nuestros bisabuelos, y así sucesivamente, pero en nosotros cambió. La forma de relacionarnos fue a través de los primeros mensajes de texto, las primeras redes sociales, al punto de que hoy, son una ruptura a la probabilidad las relaciones que se producen por fuera de las redes sociales.
Mis primeros recuerdos se remontan a marzo de 1988, cuando tenía dos años y medio. Aquel mes de aquel año vino a visitarnos desde Siria, Mohamed Albayaa, un primo hermano de mi abuelo paterno, José Paea. Esos recuerdos marcan a fuego pues representó toda una revolución recibir en nuestro hogar a alguien que hablaba otra lengua en la cual, ni los grafemas son los mismos, teniendo que solicitar ayuda a miembros de la colectividad Sirio-Libanesa elisense de por aquel entonces. Tal fue el caso de Hassan Ali Hassan, que tenían una tienda de ropa llamada “Tienda Jerusalén”, fundada en 1929.
Por el mismo año, en mi mente vagan recuerdos de cuando mi papá, Julio Héctor Paea, con 28 años, viajaba todos los días al emprendimiento familiar que por entonces ya tenía 22 años de trayectoria. Se trata de “Desarmadero El Universo”, un lugar donde los tractores fuera de servicio eran desguazados para retirar las piezas de valor para su venta. Por aquella fecha, y hasta 1994, estaba radicado en colonia "El Carmen". Recuerdo despertarme temprano esos días de otoño e invierno, hecho una bolita en la cama y acurrucado en la frazada, cuándo a las 6:00 de la mañana comenzaba en mi casa el sonido del trabajo. Mi padre y madre se levantaban, y luego se escuchaba afuera el sonido de un motor Perkins regulando. Era mi tío Efraín Paea, en la camioneta Ford, que luego de pasar a buscar a sus primos, Jorge Schanton y a Daniel “Negro” Paea, marchaban temprano con rumbo al Carmen en la faena diaria de sacar los repuestos que servían y mandar a chatarra lo que no. Y aunque hoy se observa a la distancia con un halo de nostalgia, eran tiempos duros, en un emprendimiento que comenzó en 1966 luego de que mi abuelo José Paea diera quiebra con sus gallinas tras la peste del New Castle de 1965. Mi abuela paterna, Daisy Oralia Morend, quien falleció con 91 años en 2021, recordaba lo doloroso que fue salir a alimentar a las gallinas y ver que una tenía pequeños espasmos en su cabeza, y que al día siguiente aparecía muerta, mientras veía otras tres o cuatro gallinas con los mismos espasmos para aparecer nuevamente muertas al otro día, y así sucesivamente a un ritmo en que en poco más de una semana no quedó ninguna de todas las gallinas, y el sustento de la familia se vio fuertemente comprometido, aunque a Dios gracias siempre hubo un plato de comida en la mesa, pero de allí le quedó una frase a mi abuela que la escuché decir más de una vez: “Que nunca falte el pesito”. Pero los tiempos de crisis son tiempos de oportunidades. No había dinero para invertir, y se halló valor en tres productos de descarte: huesos, que se destinaban a hacer harina de hueso en Concepción del Uruguay (calcio); vidrio, que se transportaba a Rosario para ser fundido, y sobre todo la chatarra, dentro de la que siempre aparecía algo de valor. De estas tres, fue la chatarra la punta del ovillo que dio origen al Desarmadero El Universo, pero esto es harina de otro costal y requiere un capítulo entero que dedicaré oportunamente.
Mientras tanto, en 1988, mi mamá con 27 años trabajaba en la inmobiliaria de Jorge Deymonnaz, en sociedad con Adolfo Castro Almeyra, quien fuera intendente de Villa Elisa entre 1981 y 1982. Maravillosos recuerdos me quedan de aquella época de ese Villa Elisa de finales de los ‘80. Mi madre se había comprado una moto marca Juki, modelo J2L, mejor conocida como “Juki Caño” pues su tanque de combustible era un caño y parte integral del chasis. Era de color rojo y todos los días iba en ella a la inmobiliaria que estaba ubicada en calle Doctor Gutiérrez 1381, a metros de Avenida Mitre. Todavía la oficina está en el mismo lugar y no ha cambiado en nada, sólo que hoy en el lugar hay una compañía de seguros. Mientras mi mamá trabajaba, en horas de la mañana, yo me quedaba al cuidado de mi abuela Nilda Giovenale y mi abuelo Celso Orcellet.
Cada mañana era una aventura distinta, a veces acompañaba a mi abuelo Celso al campo, en Colonia Vázquez, viajando en su Fiat 128 celeste a ver que las vacas estuvieran bien. Me enseñaba sobre las vacas pampa, las charoláis, el cuidado de los alambrados, etc. En los viajes el abuelo me contaba historias, como que en tal esquina había muerto “Garzén”. Otras veces me quedaba con la abuela. Su mañana era divertida, un rato de charla con su vecina Diana Jacquet mientras Pedro Impini preparaba el Ford cargado con quesos para viajar hacia Buenos Aires y yo jugaba con Melina y su perrita Tiquina, cuyas huellas todavía persisten en el hormigón de la vereda de su casa. Luego caminábamos hasta la carnicería de López, ubicada en calle Las Heras 1275 aproximadamente, casi en esquina con Avenida Libertad, hoy allí hay solo casas residenciales. Por entonces no había bolsas de polietileno y la carne picada se entregaba en una bandeja que cada uno debía llevar y cubría con un repasador. Al llegar a la carnicería había una puerta con un tejido mosquitero verde que debía abrirse antes que la puerta principal, y éramos atendidos por don López, un hombre que yo veía desde abajo por ser pequeño y que tenía bigotes. De aquellas mañanas con la abuela recuerdo haber ido a su habitación y haber encotrado unos "confites" que el abuelo tenía en la mesa de luz, confites algo "picantes" pues en realidad eran sus pastillas de dormir. Poco más tarde salimos con mi abuela como de costumbre a hacer algun mandado. Ella que se dedicaba a la costura, creo que le llevaba una prenda a Melba Jacquet, hermana de Diana, que por entonces vivía junto a la estación de servicios Shell. De lo que sigue no puedo decir que recuerdo, sino que me contaron, puesto que hice un "viaje astral con las pastillas del abuelo" (y por entonces no era una banda de rock). Dicen que Melba advirtió que yo intentaba atrapar "mariposas imaginarias en el aire" y que hacia así, con la manito intentando agarrarlas, pero no había mariposas ni mucho menos. De inmediato llamaron a mi madre que estaba trabajando y fui trasladado al sanatorio Cruz Verde, donde fui atendido por el Dr. Zelayetta. Me hicieron un lavado de estómago y tuve que permanecer internado por varias horas en cuidado. Allí fue Jorge Deymonnaz a verme y me regaló unos camioncitos de plástico que durante muchos años fueron parte de mi caja de juguetes.
Más tarde comencé el “Jardín Naranjitas” con la seño Viviana Guiffre. De aquella época recuerdo compañeros como mi primo Edgardo Paea, Milagros Marano, Martín Burruchaga, Florencia Recalde, cuyo padre era dueño del único colectivo urbano que tenía Villa Elisa y que todos conocíamos como “El Urbanito”, y si mal no recuerdo, era un Mercedes Benz L312 de los años ’50, pintado negro y gris. Por entonces, el Jardín Naranjitas estaba en el Club Progreso, y mi abuela Nilda me llevaba caminando hasta allá. Yo tenía tres o cuatro años y para convencerme de ir había inventado un juego en el cual íbamos contando perros y gatos. Yo siempre contaba los perros y ganaba, porque gatos temprano de mañana y con frío no había a la vista. Al mediodía se sentía el olor al caldo de la sopa con cabello de ángel que preparaba la abuela, al tiempo que escuchaba a Jorge Peralta en LT26, Radio Nuevo Mundo, donde pasaban publicidades de casas comerciales como Aldo Montefinale de Concepción del Uruguay, e inclusive algunas de Paysandú, como Anselmo Cesarco, Cambio Fagalde, etc.
A la tardecita volvía mi papá del trabajo. Se iba temprano de mañana cuando era de noche, y volvía de tardecita... cuando también era de noche. En mi casa había un televisor color marca ITT, pero no había cable, la señal de TV provenía de una antena de dipolo que requería ser orientada para mejorar la señal. Todavía puede verse alguna de estas antenas sobre el techo de las casas elisenses. Muchos recordarán la polea o palancas que solía haber en los costados de la casa, con la cual, mediante un sistema de alambres o cables se ajustaba el giro de la antena para corregir la recepción. Claramente, si había tormentas se desconectaba todo, pues si un rayo caía en la antena el destrozo era mayúsculo. De allí quedó una frase que mi abuela Nilda solía repetir, pues decía que yo la decía cuando era chico: " 'fusila, no pede miral Calabró" (refusila, no se puede mirar Calabró), refiriendo al programa "Calabromas" de Juan Carlos Calabró que solía transmitirse de noche. Ya más tarde, debía irme a la cama a dormir pues comenzaba "Función Privada" con Carlos Morelli y Rómulo Berrutti y esa icónica imagen de Marilyn Monroe atrás, donde pasaban películas que yo no podía mirar, pero esa canción de cortina aún resuena en mis oídos.
A veces esporádicamente se me permitían que fuera con mi mamá a su trabajo pero debía portarme bien y así lo hacía (espero). Recuerdo con afecto a Jorge Deymonnaz, quien solía hacer un sonido gracioso para que me riera, estirando su cachete con su dedo, y al zafar se producía un sonido como si se descorchara una sidra. Recuerdo detalles insignificantes de la inmobiliaria, como que la puerta tenía una piedra ovalada para mantenerla abierta. Por su parte también recuerdo a Adolfo, a quien fuimos a visitar con mi mamá a su casa que estaba en la esquina que forma la RN130 con el camino de acceso a Pueblo Cazés, frente a lo que era el casco de la Estancia San Miguel. Allí había una casa donde fuimos afectuosamente recibido por su esposa e hijas. Recuerdo, por la impresión que me causaba, que dentro de la sala donde nos sentamos, había en la pared colocado una cabeza de ciervo con toda su cornamenta.
A veces en la inmobiliaria me aburría y mi mamá me permitía salir a recorrer el barrio y me quedan maravillosos recuerdos de aquellas incursiones. El primer lugar que recuerdo ir a visitar era al zapatero Alberto Blanc, hoy su negocio se llama L’eclat y se ubica en calle José Moix, casi esquina con Pueyrredón, pero por entonces tenía su zapatería a tres o cuatro casas de distancia de la inmobiliaria, en Dr. Gutiérrez 1333 aproximadamente. Con mis tres años caminaba por la vereda y era recibido afectuosamente por Alberto quien ponía un banquito en el que yo me sentaba mientras él trabajaba y hablábamos. Siempre me regalaba caramelos de dulce de leche, esos cuadrados, a los que yo decía que eran “caramelos de vaca” porque tenían una vaca dibujada en su envoltorio.
Luego cruzaba hacia la despensa de Vuaniaux, en la esquina de calles Gutiérrez y San Martín, donde solía comprar un yogurt marca “La Calidad”, que en realidad la marca era “La Serenísima”, pero el eslogan era “La Calidad” y yo en mi inocencia de niño confundía marca con eslogan.
Pasaba por la panadería que estaba en frente, con un toldito redondo, donde me compraba una “cara sucia” (torta negra) y luego iba al “Cotillón Carioca”, que por entonces estaba en la esquina de Dr. Gutiérrez y Av. Mitre, donde mi mamá me permitía comprarme un juguetito, de esos que venían antiguamente para las sorpresitas de los cumpleaños. Los que llegamos a vivirlo sabemos que eran unos juguetitos muy ordinarios, de mala calidad generalmente con rebabas de la inyección de plástico, pero la felicidad era suprema: un soldadito, un vaquero, una ranita...
Por entonces se veía del otro lado de la calle los movimientos de la estación de servicios Esso de Lalo Roude, mientras caminaba hacia la Biblioteca General Mitre y sin ningún tipo de reparo, tras pasar el portal de entrada, golpeaba la puerta de la izquierda para ser atendido por el “Tape” Giménez, quien era corresponsal de LT26, “Radio Nuevo Mundo” de Colón. Él me recibía mientras hacía transmisiones y recuerdo bien que me decía “ahora salimos al aire, hacemos silencio”. Lo había conocido porque un día mi prima Elina Ducret me había llevado en una visita que hicimos a mi madre en su trabajo. Para mí era lo más normal del mundo, pero hoy pienso en que una criatura de 3 o 4 años te golpee la puerta para charlar un rato y parece surrealista. Elina y sus hermanas, Adriana y Marianela solían venir a visitarnos desde Concepción del Uruguay y era todo un evento recibir a mis primas, pero había una condición, al llegar la noche debían leerme un cuento y siempre pedía el mismo: "El Arca de Noe", al que yo conocía de memoria.
Con mi mamá salíamos a hacer mandados y solía llevarme con ella. Recuerdo ir a casa Scarazzini y subir allí a una escalera que daba a una puerta vaivén. También recuerdo al banco de Entre Ríos y el Banco Cooperativo del Este. Mientras mi mamá hacía los mandados yo siempre me iba con los policías que me alzaban en sus brazos y me llevaban a recorrer el banco. Me mostraban la garita blindada e inclusive recuerdo entrar a una especie de bóveda en el Banco de Entre Ríos con una gran puerta blindada. Recuerdo de mis tiempos de niño a Oscar Barrios y a su hermano y también al “Pato” Osuna. Todos ellos me cuidaban mientras mi mamá hacía los mandados en el banco. En el banco de Entre Ríos estaba Iturralde, y no recuerdo quién sería el cajero que siempre me regalaba una bandita elástica o un clip y me ponía un sello en la mano. Por otro lado en el Banco Cooperativo del Este que se encontraba donde hoy está la Galería Paseo del Sembrador, en Av. Urquiza 1539, y allí éramos atendido por Mari Courvasier, quien sin saberlo, era la madre de Rolando Bordet, quien sería un gran amigo de la infancia y de la vida. Afuera recuerdo al tío de mi mamá, Pablo Pizzotti expectante de algún negocio. A veces por cuestiones laborales mi tenía que llamar a Buenos Aires y en esa época en que no había teléfono en casa ni en la inmobiliaria, la única opción era ir a la Central Telefónica, que estaba ubicada en calle Estrada 1335, frente a las oficinas de Correo, donde había que esperar durante dos o tres horas, o toda una mañana quizás, para lograr comunicarse. Luego, aunque hubiera teléfono, no había telediscado y las comunicaciones seguían haciéndose de manera manual y una forma de “ahorrar” una conexión era ir directo a la Central a hablar. Entre el personal de la Central recuerdo al “Gordo” Dimotta, quien fue compañero de la secundaria de mi mamá.
Eran los tiempos del Plan Austral e íbamos al supermercado Huguimon o el de Mórtola que hoy se encuentra dónde está San Jorge Hogar, sobre calle Pueyrredón, casi esquina con Av. Urquiza. La inflación hacía estragos y había que hacer rendir los australes que había en el bolsillo. De allí ir a la tienda a “La Argentina” a comprar un par de zapatillas, siendo atendidos por “Lolo” Eyhartz y por “Baby” Jacquet.
Ya de vuelta en el barrio íbamos a la despensa de la tía Blanca, hermana de mi abuela Nilda Giovenale, conocida como “Despensa El Tío”, por el tío Ernesto Bonnín, su esposo, que era el tío de todos, familiares o no. Ya en el año 1989, mi mamá estaba embarazada de mi hermana Nadia. A pocos meses de tener, ya no iba en moto al trabajo, en cambio lo hacía caminando y yo la acompañaba dos cuadras por calle Hector de Elia, desde la casa de mi abuela hasta la esquina de la casa de la tía Blanca. Como no quería que se fuera, me daba algo de dinero para que compre algo en la despensa de la tía, tal vez un yogurt, mientras ella seguía camino hacia "el centro". Era la tía Blanca quien me cruzaba la calle para que volviera a la casa de mi abuela Nilda por la misma vereda.
Si necesitabas algo de ferretería siempre estaba lo de Meyer o Casa Portenier, con su estilo tan antiguo, esa caja registradora tan particular y al fondo un viejo aljibe. La visita al contador Vazón, siendo atendido por Mirta Otonello (me pregunto si todavía tendrá el lapicero con el planisferio alrededor). También ir a lo de Orlando Bouvet e Hijos y ver esa pequeña cosechadora Susana roja que tenían expuesta en el estante del fondo, y que me daban ganas de jugar con ella. O ir a Repuestos Avenida, de Miguel Nan y ver ese tractorcito que tenía sobre el escritorio. Por entonces no había tractores como juguete comercialmente que yo recuerde. Si de librería o bazar se trataba, prácticamente la única opción era Casa Echeverría siendo atendidos por Raquel Torrant.
A veces acompañaba a mi papá al campo de la Colonia El Carmen, donde estaba el desarmadero. En esas tardes camperas, mi abuelo me llevó con él a buscar las vacas que pastaban al otro lado de la vía. Sería pequeño que iba sentado delante de él, en el "Zaino" (así se llamaba el caballo que tenía, y había también un petizo tordillo llamado "Macachín"). Para mi sorpresa había entre la tropa una vaca que se distinguía por sobre las demás por su tamaño. - "¡Mirá abuelo! ¡Que grande esa vaca!", a lo que mi abuelo, en su sabiduría ancestral respondió - "¡Pero m'ijo! Si ese es el toro. Las vacas tienen tetas y el toro tiene pelotas", mensaje que caló hondo pues nunca volví a cometer aquel error. Al llegar la tardecita se picaba un chorizo, queso y un pedazo de pan a la luz del “Sol de Noche” porque todavía no había luz eléctrica. Para los que no saben lo que es un "Sol de Noche", era la marca comercial de un farol a gas, que iluminaba gracias a una mantilla incandescente carbonizada, que con solo tocar el farol se rompía.
Hacia los años '90, en casa se implementó un curioso sistema de recompensas al que llamabamos "El Peso del Domingo", es decir, si nos portábamos bien durante la semana disponiamos de 1 peso para gastar el domingo en lo que quisieramos. Sinceramente, no recuerdo que nos privaran de este premio, lo que da lugar a dos posibles teorías: o nos portábamos muy bien, o mis padres eran muy indulgentes. Ya estamos hablando de los primeros años de la década del 90 y mi hermana Nadia había nacido. Por entonces el Plan Austral había sido derogado y se hablía implementado la Ley de Convertibilidad, que hacía 1 peso igual a 1 dolar, pero valga la salvedad, de que ese dólar de los 90 equivale a 2 dólares actuales comparándolo con el poder adquisitivo de esa moneda. Las opciones eran: un helado, que comprábamos en Heladería Maxit, sobre Av. Urquiza, casi Estrada, que estaba junto a Tienda La Argentina, hoy tienda Otilina, o bien, ir al kiosco del "Tano" Fiumara y comprar un huevo Kinder.
Ya con algunos años más recuerdo esa vida de barrio maravillosa con amigos como los hermanos Alberto, Cristian y Fabián Eggs, también Germán Villón y Lucas Guiffrey. Recuerdo que cada tanto salíamos a recorrer el barrio y una vez descubrimos una montaña negra de asfalto en la esquina de Arenales y Emilio Francou, donde hoy hay una hermosa casa. Había sobre esa montaña unos árboles de Sinasina y alrededor unos grandes bloques de hormigón. Era un lugar muy extraño y luego, con los años, descubrí que era el obrador de la empresa Hemarsa, que pavimentó la RN130 en los años 70.
Por entonces había algunos personajes en mi pueblo de los que recuerdo al “Lero” Sotelo a Carlitos Cuelli y a Calixto “Cachito” Carbó.
Las misas eran con Juan Esteban Rougier, pero en un vago recuerdo lo veo al padre Premat dando una misa en una pequeña capillita que se ubicaba donde hoy está la pileta municipal, en lo que otrora fuera el Barrio El Tiro.
Las consultas médicas siempre se hacían con el Dr. Carlos Hernán Zelayetta, en cuyas manos vine a este mundo un 15 de octubre de 1985 en el Sanatorio Cruz Verde. Y cuando la medicina no era suficiente, uno podía recurrir al curandero Rodríguez que estaba sobre Bv. Churrarín, frente a lo que hoy es la pista del polideportivo.
Tanto cambió Villa Elisa, que por momentos me siento identificado con Francisco Horacio Francou, quien a su modo registro el progreso con cierta melancolía, siendo hijo de los primeros inmigrantes, viendo la primitiva colonia Villa Elisa de Héctor de Elia, sin alambrados siquiera, para encontrarse con todo tipo de cambios, desde el ferrocarril hasta los automóviles.
"Viajero de todos los tiempos, de todos los pagos, de todos los medios, detén tu marcha y en rueda amiga, a la vera del camino, bajo la sombra de una carreta ruinosa que paró el progreso, escucha. Puede ser que al final de este alto, recuerdes o aprendas algo, si ya lo has olvidado, o no te lo enseñaron cuando niño" (Francisco H. Francou, “El Alma de mis Pagos”, Buenos Aires, 1943, ed. 1990, p.215)
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| Villa Elisa, esquina de Estada y Héctor de Elia, 1984 |

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